sábado, 5 de mayo de 2018

El nazareno, su dolor y el mío


En las habitaciones de los hospitales suele haber cruces.
(No en fondo cósmico, lo que pasa es que si puedo, huyo de mediocridades de paredes blancas)
Tal vez se pretenda de una forma sutil (nada que ver con rezar con espiritualidades) que el enfermo no se queje demasiado.
Que se fije en el crucificado, que eso sí que duele de cojones. Que vea lo que es el verdadero dolor y no el suyo.
Yo siempre he pensado que, si el nazareno hubiera existido por alguno de esos azares que ocurren a lo largo de la historia; su dolor hubiera sido solo suyo y el mío insoportable.
Y es que el dolor es personal e intransferible, como el número pin de la tarjeta de crédito.
Mucho menos, un dolor ajeno puede conjurar, aplacar o consolar el propio.
Se pueden pedir milagros ante la cruz mientras te rechinan los dientes porque algún órgano se está pudriendo dentro de ti, si tienes humor para hacerlo, claro. Pero jamás el dolor de alguien, y mucho menos el de un cuento, podrá consolar el propio.
La experiencia es un grado y la única verdad entre tantas fantasías y crucifijos.
Primero te pones un poco histérico porque temes morir y una vez, si tienes cojones y lo aceptas, esperas que ocurra pronto para que el dolor cese.
¡Eseso-eseso-esesostodo, amigos! (el bueno de Porky Pig despidiéndose).



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